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viernes, diciembre 25, 2020

Pavo

Un cliente regaló un pavo a mi padre por Navidad.

Él, ilusionado, lo trajo a casa. Los cuatro hermanos, todos pequeños, lo recibimos alborozados.

¡El pavo estaba vivo!

Le habilitamos un espacio en la terraza, le pusimos nombre y lo tapábamos cada noche con una manta. 
El pavo hacía unos ruidos extraños y, cada dos por tres, alguno de nosotros se asomaba, con cierta aversión, por ver si seguía en su sitio.

Llegó el día en que mi padre se metió con él en la cocina. 

Anoche le preguntaba a mi hermana Mónica cómo fue la escena, porque en nuestro recuerdo particular cada uno tenemos una versión de la muerte del pavo. La teoría más compartida es que mi padre, urbanita, amante de los animales y presa de los nervios, no terminó de hacer bien la faena y el animal corrió por la cocina sin cabeza.

Cuando mi madre abrió la puerta eso parecía el escenario posterior a la matanza de Texas.

Nadie quiso comer pavo y, tengo claro, mi padre no aceptó más regalos envenenados.

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