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jueves, diciembre 24, 2020

Navidad

Para los que hemos nacido en grandes familias, la cena de Nochebuena era la primera ceremonia protocolaria de nuestras vidas. Cada año. Tan pequeños.

Yo, tímido como un perrillo abandonado por entonces, me moría de los nervios. 

La familia de mi madre la componían ocho hermanos. Los primos superaban los veinte. Nos esperaba cada año un recital de besos, achuchones y preguntas. Ya se iba distinguiendo por entonces quiénes eran más llanos, más pijos, más golfos, mas controlados. Pero no eran, en gran parte, sino desconocidos de nuestro día a día.

Las voces subían, el alcohol se hacía dueño de los gestos de los mayores y a nosotros nos organizaban por grupos de edad para que preparásemos obras de teatro y no diésemos mucho el coñazo.

Yo, habituado a visitar esa casa de mi abuela cada viernes, sentía que se invadía mi espacio. 

Cada año cambiaban las relaciones entre los mayores, había enfermedades, mis primos crecían y preparabas inconscientemente las respuestas a las preguntas que te harían.

El tiempo fue, inmisericorde, vaciando esa casa de la abuela. Hoy no conozco casi nada de la vida de esos primos con los que un día me pusieron a preparar obras de teatro entre las risas alcoholizadas de los mayores.

-Abuela, esto está cortito -decía mi tío Pepe cuando llegaban los turrones.

Yo me lanzaba a por el turrón de Suchard y observaba, ya libre, cómo iba muriendo la noche.

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