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jueves, diciembre 03, 2020

Suecia

Un día me dediqué a ver la vida pasar y me gustó.

No tendría aún 20 años y era verano. Estaba recorriendo Europa en tren con mi amigo Francis. Entramos en un supermercado para atesorar fiambre y quesos para futuros bocadillos.

Francis se fue a dar una vuelta y yo me senté en un escalón a la entrada de la estación, sin prisas por tomar el expreso que nos llevaría no lejos del círculo polar Ártico. Fue en ese rato cuando descubrí el enorme placer del anonimato, de no ser nada para nadie, de observar el mundo correr.

Abstraerse de uno mismo, quitarse toda importancia, transparentarse y confundirse con el paisaje.

Era gente más rubia, más alta, no entendía sus palabras. Entraban y salían de Estocolmo sin saberse espiados por un españolito ávido de descubrir lo grande que era el mundo, deseoso de comprobar cómo de iguales éramos, de sentir otras formas de abrazarse, de mirarse.

Fue un momento tan simple como mágico, porque aparece de forma reiterada en mis tiempos de reflexión. Esa estación de tren sueca y gente rubia anónima paseando.

Sentí que no era nadie y me gustó.

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