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viernes, diciembre 11, 2020

San Clemente

Hace una eternidad que vivimos al lado y nunca habíamos visitado el convento de San Clemente.

Sus horarios extraños y el desconocimiento de la grandeza que encerraba se conjuraron para no haberle prestado la atención que merecía. Abierto en el siglo XIII tras la conquista de Sevilla por los cristianos, este recinto cisterciense está gestionado desde hace siglos por monjas de clausura.

Este viernes entramos. Estábamos sólo Fran y yo cuando se abrieron las puertas. Nos recibió una monja al otro lado del torno.

—¿Es usted peruana? —le dije, para abrir conversación, tras escuchar sus frases cantarinas de recibimiento.

—Salvadoreña, señor.

—Yo me llamo Salvador —susurré, por ganar complicidad.

—A los Salvadores les llamamos Chamba en mi tierra —sonrió.

Pagamos la voluntad para entrar, sin imaginar la majestuosidad de la iglesia que nos íbamos a encontrar, no sin antes comprarle bizcochos y dulces.

Nos explicó su vida contemplativa, las pocas veces que salen de allí.

—Para ir al médico, caballero.

Estuvimos un buen rato Fran y yo en el interior. La paz se respiraba en cada rincón, de una belleza arrebatadora. La monja nos observaba. Leí en el folleto explicativo sus jornadas, mezcla de oración, estudio y trabajo.

—¿Cuánto tiempo lleva usted aquí? —le preguntó Fran.

—Diecinueve años, señor.

No sé, hubo un momento de silencio en que nos miramos difícil de explicar. Quieres preguntar, quieres opinar, quieres entender. Daba la sensación de que ella también necesitaba alargar el momento.

—Vengan ustedes cuando montemos el Belén. Es napolitano. Una joya artística —quizás se sintió demasiado lanzada—. Ya que son vecinos —se justificó.

Decidimos retirarnos, sin tener prisa, con las bolsas llenas de bizcochos.

—¿Y usted cómo se llama? —medio gritó ella.

Nos giramos.

—Fran —le sacó su mejor sonrisa—. Me llamo Francisco.

—Como el Papa —susurró.


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