El caso es que yo lo tenía claro. Era un jovencito imberbe y enclenque, pero no creía en Dios.
Así que cuando llegaba la hora semanal para preparar el evento, a mí y a otro más nos soltaban al patio. Allí nos quedábamos los dos, paseando de un lado a otro, como dos apestados.
Para mí era tan doloroso como heróico, porque ponía por encima de todo mis convicciones. De muy pequeño había sido muy capillita, como se dice en Sevilla. Era un alumno modelo, con buenas notas y buen comportamiento. Los curas estaban encantados conmigo.
Pero yo no creía en esa historia que me contaban. Me daba coraje, porque yo quería ser como los demás. Pero no me entraba en la cabeza. Había demasiado ruido en mi interior, mi madre estaba muy enferma, yo vivía el nacimiento de mi homosexualidad, no me gustaba el ambiente tan conservador del colegio. Todo se juntaba en un cóctel molotov interno.
El día de la confirmación llegó.
Yo no fui y, pese a mis pesadillas, no se acabó el mundo.
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