La luz entraba a raudales por el balcón, la brisa era perfecta, el momento final, tantas veces imaginado en mi cabeza, se acercaba. Iban a proponerle a mi protagonista algo que llevaba media vida esperando.
Pero fuera el niño empezó a jugar a la pelota. Él solo. Daba con el balón en la pared y gritaba a cada patadón.
Me asomé con cara de pocos amigos y allí estaba él, un chaval indio, hay muchos en el Algarve, de cinco o seis años, jugando consigo mismo. Me metí en el salón, y cerré la puerta del balcón. El niño, tal vez comprendiendo la situación, tomó la pelota, se sentó en un poyete y se calló.
Por fin pude escribir la frase, la emoción me subía por las piernas. ¿Le pediría o no mi protagonista a su amigo que no se fuera a Perú?
Puse el punto final a una historia en la que he batallado con muchos de mis traumas personales.
Me asomé al exterior, a través del cristal, y allí estaba el pequeño indio, callado, con la pelota abrazada a la barriga, mirando al escritor mosqueón.
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