Pasábamos un delicioso fin de semana en Estepona.
Joaquín y Antonio nos trataban como a reyes. Desayunos sanísimos con vistas al mar, cenas de vino y quesos, charlas largas de arreglar el mundo, paseos por la costa para ponernos al día.
Felices, tras despedirnos, Fran y yo nos abrazamos esperando el ascensor.
Sin darnos cuenta, silencioso, este se abrió y apareció una adolescente, que nos cazó metiéndonos mano por debajo de las camisetas.
La reacción inmediata fue la de apartarnos con brusquedad, hasta que la puerta se cerró de nuevo, sin que se nos pasara por la cabeza preguntar si subía o si bajaba.
Qué de miedo nos han metido en el cuerpo. Quién nos quita de la cabeza esta culpabilidad insana.
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