—Se os corta la digestión.
No sabíamos muy bien lo que eso significaba. Yo imaginaba que desobedecer esa orden implicaría que nos entrarían convulsiones hasta ahogarnos. Siempre he sido muy dramático.
Existía un truco. Bañarse justo tras terminar la comida. Entonces la maldición desaparecía.
Había una familia, sin embargo, que estaba liberada de esa condena divina. Sus padres les habían dicho que podían bañarse sin problemas después de almorzar, que no había regla ninguna, que lo podrían hacer en cualquier momento. Entonces, bajo el sol abrasador del verano, el resto de la pandilla los veíamos bañarse, pegados a la orilla, sin mojarnos los pies, como perrillos que ven un hueso tras un cristal.
Ahora puedo imaginar la indignación entre los padres con esa familia, porque les desbarataba la autoridad, hacía plantearse a sus hijos si esa orden no era una excusa para dormir la siesta tranquilos, sin tener que andar moviendo el cuello vigilando a los niños en el agua.
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