¡Qué peste huele este tio!, pensé.
Teníamos prácticas en el laboratorio de la universidad y nos separaron por parejas. Nos dieron un esquema eléctrico y un tiempo para montar todo el circuito.
Me alegré cuando me pusieron con él, era un chico campechano de Algeciras con el que no tenía apenas trato, pero que me caía bien. Era participativo, gastaba bromas, se apuntaba a cervezas tras las clases. Un rara avis en la Escuela de Ingenieros.
Yo andaba desconcentrado con el olor, tanto que desaproveché la oportunidad para hablar algo más con él. Nos limitamos a montar el panel lo antes posible y entregarlo al profesor.
—¡Qué rapidez! —exclamó.
Nos liberó de lo que quedaba de clase y yo me fui a la cafetería a estudiar. Ya con la palmera de chocolate por delante, volví a sentir el olor. Fortísimo. Me levanté, me miré los pantalones, los zapatos. Para mi horror, comprobé que uno de ellos tenía una moñiga de perro desde el talón a la puntera.
Nunca me disculpé con ese chaval, ni él hizo por sacar el tema cuando nos volvimos a ver.
Cuántas veces no pensamos que la mierda que arrastramos proviene de los otros.
No hay comentarios:
Publicar un comentario