Qué duros son los finales.
Ayer nos enfrentamos a la muerte de Isabel II, una reina que permanecía ahí desde siempre, porque nuestra vida es todo lo que tenemos y no hubo momento en ella en que esa mujer no estuviera presente.
Da igual lo monárquicos que seamos o la afinidad que podamos tener con el pueblo británico, escuchar acerca de la desaparición de esa señora es morir un poco. Son estos eventos los que nos hacen comprender la grandeza del vivir, con toda la tristeza asociada a la certidumbre de saber que no es para siempre. Nada lo es.
No importa cómo de simpática fuese ni la vida que llevase, estaba ahí, como una abuela distante de la que nunca dejamos de oír. Bregó con un país, una familia desastre, una humanidad cambiante en tiempos convulsos.
La imagino en su lecho de muerte, rodeada de los suyos, y se me agarra la emoción a la garganta.
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