Me gusta tanto leer como los canelones con bechamel.
No son incompatibles.
Ayer, cuando escribía acerca de mi emoción por la muerte de la reina inglesa, hubo quien me echó en cara no lamentar la muerte de los niños bombardeados en la guerra o de los ancianos muertos por Covid.
Además de no haber leído mis textos referidos a estos temas, que no tenían por qué, les aclararía que todos tenemos un corazón muy grande para sentir emociones. Incluso muchas al mismo tiempo. Somos así de interesantes los humanos, que tenemos grandes capacidades, muchas veces desaprovechadas, para sentir y empatizar.
Hay una minoría de lectores que, cuando yo critico, humildemente, algo que no me gusta de mis compatriotas, me dicen que me vaya de España; que si digo que algo me gusta de Japón, me piden que me saque el pasaporte japonés; que si comento que Auster es maravilloso, me acusan de no haber leído a Philip Roth; que si flipo con el arte contemporáneo, que me vaya al Museo del Prado; que si me preocupa el racismo contra los negros, estoy contra los gitanos.
Ser sensible a algo no es dar una patada a todo lo demás.
Es cansino enfrentarse a argumentaciones tan simples, cuando lo hermoso de la vida es pasar por mil mundos en un minuto mientras paseamos por la playa.
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