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sábado, septiembre 24, 2022

Irán

—Estoy cansada, Salvador.

Me había pedido que nos colocásemos en la mesa del fondo, pegada a la pared, con dos compañeros franceses a nuestro lado que hicieran de barrera para poder hablar con libertad.

Yo había llegado a Teherán un par de días antes. La ciudad estaba nevada, por lo que el vuelo se retrasó. Ella, desde la distancia, fue organizando todo para facilitar las gestiones aduaneras, el transporte al hotel, la visita a las fábricas.

Ingeniera muy cualificada, era ella quien dirigía a un equipo de técnicos, que la respetaban.

—Con mi sueldo mantengo a mi familia —me explicó—. Me da miedo que en cualquier momento la cosa se complique y me frenen mi carrera profesional por ser mujer.

A mí me había impresionado el país ya desde el momento en el que pisé el aeropuerto. Con esas mujeres de negro riguroso a las que se les veía sólo los ojos, sentadas en la cinta de recogida de equipajes. 

En mi semana de trabajo allí, no vi a una sola de ellas sin velo.

—Es la ley islámica, Salvador. Es un delito no llevarlo.

Le pregunté si no querría trabajar fuera de Irán y abrió los ojos grandes para decirme que sí.

—En este país todo está dominado por la religión y las mujeres no somos nadie.

No olvidaré esa mesa, la conversación y aquellos ojos grandes, tristes, enrabietados, con ganas de vivir.

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