Una de las mías está en la uña del dedo pequeño de mi pie izquierdo. Partida en dos desde siempre, cuando crece se me forma un pequeño garfio que se agarra a las sábanas al dormir, hasta convertirse en un generador de repelucos que Fran me tiene que cortar cada cierto tiempo.
—Por fin tienes cita con el podólogo —me confirmó hace unos días.
Así que allí me presenté. El hombre, tras analizar detenidamente mi dedo, me dijo que no había solución.
—Siempre estará así, porque la uña está rota en la raíz.
Le respondí que no era grave, que llevaba toda la vida así, pero lo vi muy afectado por no poderme ayudar.
—Y se puso a cortarme las uñas —le conté a Fran—. ¡Y a lijarme los talones con una especie de trompo! El pobre hombre no sabía cómo compensarme por no poder solucionar lo del garfio.
Entonces Fran me dijo, entre risas, que eso es lo que suele hacer un podólogo, cortar las uñas y limar los talones.
—Si me metes en un podólogo —le respondí, cabreado—, me podrías dar el manual de instrucciones.
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