Mi casa está llena de muertos de risa.
Parece que Fran heredó el superpoder que tenía mi madre cuando me encaprichaba con algo.
—Ese pantalón se va a quedar muerto de risa en el armario.
Yo me mosqueaba e insistía en comprarlo. Del mismo modo que compraba aparatos de gimnasia, accesorios para el móvil o suplementos alimenticios que acababan olvidados en las estanterías de casa.
Hay veces que me visto como no me gusta por no darle la razón a Fran. Él, que es muy largo, me ve salir a la calle con ese horroroso jersey amarillo que no pega con nada y levanta la ceja.
Aprovecho cuando él no se da cuenta para agrupar los muertos de risa vivientes que voy identificando, por todos lados, para deshacerme de ellos a escondidas.
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