Son excursiones no programadas, con ese superpoder que nos dan los sueños de recorrer miles de kilómetros, en apenas segundos, sin consultar la agenda.
Tal como le ocurría en París, en los días reales de carne y hueso, a él en Manhattan se le va la cabeza hacia las azoteas, pero no encuentra las buhardillas de pizarra que tanto le sorprendían de la capital francesa.
—¡Qué maravilla de ciudad!
Quizás yo saqué de mi padre esa capacidad infinita de maravillarme. Él no para de girar la cabeza hacia arriba para contemplar los rascacielos mientras yo disfruto observándolo a él observar.
Siempre me ocurre que se me olvida llevarle a ver el Empire State antes de despertarme y me apresuro a tomar el metro para llegar allí, en esos instantes en que aún confundo la vida de aquí con la de allí y me niego a terminar el viaje.
Afortunadamente nunca alcanzamos a ver el gran rascacielos de King Kong, porque me da miedo que el día que lo visitemos ya no tenga motivos suficientes para acompañarme a Nueva York las noches más inesperadas.
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