Tengo dos grandes amigos que pongo como ejemplo cuando hablo de empatizar.
Llegué a ellos por sus mujeres y se han hecho tan imprescindibles en mi vida como ellas.
Cuando los analizo, arrastran en su mochila la carencia del afecto paterno. Más acusado en uno que en otro, pero los dos han padecido la frustración de no sentirse amados cuando eran pequeños.
No hace falta más que rascar un poco para que eso salga a la luz. Ese dolor.
De ahí que me sorprenda cómo de bien han gestionado esa actitud áspera del progenitor, hasta convertirse en dos personas de las más nobles que conozco. Buenas en el sentido amplio de la palabra.
Quisieron achicarlos y crecieron dos tallos hermosos, pese a algunas raíces podridas con las que aún tienen que batallar.
Tal vez para siempre.
Cómo duele un padre malo.
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