Ya desde pequeño, cuando a mi madre le diagnosticaron el tumor que acabó matándola, me he encontrado bultos, ganglios inflamados y síntomas de todos los cánceres posibles.
Mi cuerpo se ha acostumbrado a padecer enfermedades inventadas, lo que quizás me ayuda, sin yo buscarlo, a vivir cada día como si se acabara el mundo al día siguiente.
Los aprensivos convivimos con la muerte de una manera cómico-perversa.
Entre toda la gama de explicaciones a un pequeño dolor siempre nos vamos a la hipótesis más crítica y morimos por adelantado centenares de veces.
Razonas que, al final, nunca pasa nada. Pero esta vez, sí. Esta última vez, sí. Esta va de verdad.
Somos fuertes, en el fondo, los hipocondríacos. De tanto creernos en las últimas acabamos por cuidarnos con esmero y disfrutamos como condenados con día de fusilamiento en el calendario.
Aprendes a callártelo para que no te tomen por loco, aunque de vez en cuando, como ahora, me da por escribirlo para reírme de mí y conjurar, así, el último susto.
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