—¿Nos tomamos una cerveza, papá?
—Claro que sí.
Estaba muy débil, pero su espíritu vital pudo con su cuerpo agotado.
Quería llevarlo a su bar, el Jamaica, donde íbamos todos los domingos desde que tengo uso de razón, allí donde nos esperaba cuando salíamos de misa con mi madre, antes de que la fe nos abandonara a cada uno de los hijos.
Ese Jamaica de huevos rellenos y mero empanado, en el que lo encontraba cuando escapaba un poco antes del trabajo, siempre acompañado por sus amigos.
Lo razonable ese día era llevarlo a casa, pero quería regalarle esa última cerveza.
Le costó llegar a la silla, pero llegó y resopló. Era su momento.
Una de las camareras más veteranas, tras acercarle su última cerveza, le dio un beso en la frente que me inundó de emoción.
Ella sabía que nunca más lo vería allí sentado.
No hay comentarios:
Publicar un comentario