Me asomaba este fin de semana al atardecer de un paseo por la playa, tras una larga caminata.
Apoyado en la barandilla del paseo marítimo, observaba el jaleo de los críos jugando a la pelota, en una escena ya lejana para mí, en aquellas jornadas eternas de verano en las que se nos hacía de noche dando patadas a un balón hasta bañarnos, exhaustos, con el último rayo de sol.
Los miraba y me decía, no saben que son tan felices, no se dan cuenta de que esos tiempos de tardes infinitas no serán eternos, que muchos de esos amigos imprescindibles se difuminarán.
Los adultos solemos olvidarnos de los miedos de cuando éramos jóvenes y nos decíamos, ¿conseguiré un trabajo? ¿Tendré alguien que me quiera? ¿Sabré vivir la vida?
Tengo mucha más paz interior ahora, viéndolos jugar al balón, que cuando era yo el que daba esos patadones y me moría de la risa con cada balonazo en las barrigas de mis amigos.
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