Esta mañana me crucé con un joven de piernas delgadísimas, y largas como un camino. Mediría dos metros de alto y tenía enormes ojeras. Traté de que no viera que yo lo miraba, así que cuando pasó a mi lado me entretuve en un escaparate de violines al otro lado de la calle.
Antes sentía una estúpida compasión, que con el tiempo se transformó en admiración, por la gente con físicos así de particulares.
Pasé de considerar sus singularidades como defectos a verlas como cualidades, porque tener unas piernas muy largas, una mancha grande en la cara o un brazo más largo que otro es una herramientas que la vida les ha dado para hacerse más fuertes desde pequeños.
Yo, que paseo por la calle sin que nadie se fije en mí, no sabría cómo llevaría el que, al cruzarme con desconocidos, me convirtiese en el centro de atención.
Deben hacerse fuertes, aprender a mirar de frente, sin hacer caso a los curiosos, perdonavidas, compasivos y ridiculizadores. Si consiguen atravesar esa barrera de no dar importancia, desde jovencillos, a lo que piensen de ellos, entonces acelerarán su comprensión del mundo y de las relaciones humanas.
Yo pierdo pie con quien luce diferente, porque me gusta la gente fuerte.
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