Además de trabajador, es simpático.
No hay hora a la que pase en la que no tenga el negocio abierto. Encuentras todo lo que se te ocurra y, por muy raro que sea, se sabe todos los precios de memoria. O quizás se los invente sobre la marcha.
Cuando entras a media tarde está medio adormilado, con una pequeña televisión emitiendo un serial en su idioma. Hay mañanas en las que está en cuclillas, tal vez haciendo ejercicios de meditación. Por las noches a veces le acompaña su esposa.
El local no puede ser más cutre, pero ahí está el hombre, defendiendo su negocio.
No sé qué educación ha debido recibir el pueblo chino para generar ciudadanos tan trabajadores. Echan doce horas diarias, no cogen vacaciones, no se les ve tomando cervezas.
Trabajar, trabajar, trabajar... No sé qué hay detrás de esos negocios, quiénes los surten, si hay quién los vigile, si hay alguien que pida cuentas. Desconozco hasta qué punto se han endeudado, cómo hicieron para salir de su país, qué perspectivas tienen, qué desean para sus hijos.
Trato de imaginar cómo de felices son, con una vida tan previsible.
A mí, despistado por excelencia, me viene muy bien tenerlo abajo de casa, porque siempre hay algo que se me olvidó comprar.
Yo entro en esa tienda en penumbra como si lo hiciera en casa ajena, no queriendo molestar.
Viven entre nosotros y son unos perfectos desconocidos.
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