Si hay una parte de mi cuerpo que me da repeluco que me toquen, ésa es el ombligo.
Fran lo sabe.
No pierde oportunidad, cada vez que me descuido, para meter el dedo ahí.
—¡Fran!
—Perdona, no me di cuenta —responde, guasón.
Es una manía visceral, desde pequeño, que alguna explicación tendrá en mi subconsciente, algún percance en la infancia o quién sabe si en el parto, pero hay algo ahí que me da grima. Esa parte de nuestro cuerpo que no es sino un nudo hecho, aprisa y corriendo, para desconectarnos físicamente de quien nos dio la vida.
Hay días raros en los que Fran viene tristón a casa, hay tardes contadas en las que nos peleamos, hay noches, muy pocas, en las que no me hace caso.
Entonces yo me acerco, me levanto la camiseta y le digo:
—Tócame el ombligo.
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