Estaba descubriendo la vida, todo por entonces era novedoso, incluso esaos chupitos que me hacían perder, por primera vez, la compostura.
Mi amigo Quino estaba en Brasil de prácticas y me trajo un disco de María Bethania, con quien caí rendido de inmediato. Tenía puestas sus canciones a todas horas y las sabía recitar con un portugués destartalado.
Esperé a que mis hermanas terminaran de currar, ya casi amanecía, y les propuse, a ellas y sus amigos, con la borrachera propia de un adolescente, cantarles una canción de la Bethania.
—Chega de tentar, dissimular e disfarçar e esconder o que não dá mais pra ocultar... —Aún recuerdo hoy la letra, de esos tiempos, en carne viva.
Los tenía en corro, en torno a mí, pero tantos ojos me hacían perder el hilo de la letra. Se reían a carcajadas y yo suplicaba por que me dejaran empezar de nuevo.
—Chega de tentar...
Y me perdía otra vez. Iba perdiendo el equilibrio. Abría los brazos para cantar y volvía a equivocarme.
Así hasta que me caí de espaldas, en forma de cruz. No tuvieron reflejos para evitar la caída y allí seguía yo, bocarriba, cantando por la Bethania.
Desinhibido, dolorido, feliz, con todo el futuro abrazado en esos brazos abiertos.
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