Le pedí el Opel Kadett a mi padre y enfilé la autopista de Cádiz. Estaba llegando al final de la novela de Carmen Martín Gaite y tenía que estar allí, en la calle Amargura de Puerto Real, sentir el olor a barro, a sal, el viento de levante, otear los astilleros, recrear su mundo, meterme en él.
Si me piden consejo sobre alguna novela siempre aparece 'Nubosidad variable'.
Quizás tenga que ver por mi perdición con la mujer madura, quién sabe si producto de haber perdido a mi madre tan joven, tan guapa, padezco un complejo de Edipo que me acompañará hasta la tumba. Lo que sé es que yo hice de mirón en esa historia, la de una amistad recuperada entre dos mujeres que ya trazaron sus vidas y contemplan en la otra lo que habría sido de ellas de haber intercambiado los caminos.
Yo me acerqué al lugar donde la que decidió ser psicóloga e independiente escribe cartas, acerca de sus historias de amor y de su soledad, a quien eligió dedicarse a su familia y dejar de lado sus ansias de ganarse la vida como escritora.
Me paseé la calle Amargura mientras terminaba el libro, pude entender el paseo que se dio por allí Martín Gaite, olí lo que ella olió y me emocioné sintiéndome parte, intrusa, de esa ficción tan real.
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