Yo iba conduciendo camino de casa de mi padre y el grito que pegué en el coche debió resonar en toda la Avenida de la Palmera.
Llevaba tanto tiempo escribiendo, tanto tiempo intentándolo, que recibir una llamada anónima, de gente especializada en literatura, para decirme que mi propuesta les había parecido merecedora de semejante honor, fue para mí un empujón enorme para creer que algún día sería escritor.
Al llegar a su casa y contarle la noticia, mi padre me dio un abrazo de los que no se olvidan.
Días después se dio el fallo definitivo, y no fui yo el ganador.
El jurado lo formaban cinco escritores de reconocido prestigio, así que aproveché que uno de ellos firmaba en una librería de Sevilla para acercarme, con toda la ingenuidad, y decirle que yo era el autor de la novela finalista.
Él me confirmó que les había entusiasmado.
—Pero... —provoqué.
—Pero... es una historia demasiado triste para ser comercial.
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