Me enternece pensar en los tiempos aquellos en los que salía a pasearme las calles de Sevilla sin rumbo fijo ni hora de vuelta, cuando quedaba en cualquier sitio a cualquier hora porque los amigos eran más fáciles de convocar.
No había rutinas que nos anclaran a la casa, ni agotamientos laborales. Alguien llamaba al telefonillo del portal y yo bajaba, a tomar café por la Alameda para arreglar el mundo, porque el mundo estaba por encima de nosotros, a tomar un helado sentado un banco de la Plaza de San Pedro, a empalmar con unas cañas en el Salvador.
Sin leyes.
Esos tiempos de clandestinidad, sumergido en mi doble vida particular, anotado a mil tertulias, esos años en los que todo el dinero que hacía me lo gastaba en viajar. Esos viajes con mochila donde lo menos importante era dónde cenar, sino hacerse todas las ciudades posibles, encontrar conversaciones en inglés en paradas de autobús, decir que sí a desconocidos. Probarlo todo, dejarse llevar, volar en tierra.
Echo de menos llegar al Sopa de Ganso, con dos cervecitas de más, y pedir pechuga con bechamel.
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