Soy de aquéllos a los que les gustaría llenar la vida de momentazos; que pagaría por conseguir que los días no se repitieran nunca.
Me llevo mal con la rutina, lo previsible; quiero vivir, al menos, alguna experiencia nueva cada poco tiempo, como bofetadas amistosas con las que evitar adormecerme con el elixir de lo confortable.
Las cosas no son así; el río revuelto de la adolescencia se vuelve cada vez más calmado, el paisaje más uniforme, las compañías más estables, y no se está mal. De hecho, para eso nos han educado, en eso consistía la vida sana, exitosa, deseada. En conseguir creer que lo tenemos todo bajo control.
De ahí que exista la ficción, para que los momentos de tensión que no llegan a diario los podamos buscar en un papel o en una pantalla de cine, para vivir instantes que nos meneen por dentro sin poner en peligro nuestra estabilidad emocional. Puros mirones de realidades ajenas.
Yo comprendí hace mucho que ni siquiera eso me bastaba y fue la raíz de mi presente como novelista. Tener yo mismo el control de esos momentos que dejan sin aliento, creando escenas que te dejen con el corazón en un puño, poniendo explosivos emocionales por aquí y por allás en un mundo inventado, construyendo escenas en las que personajes bien definidos se pongan de vuelta y media, donde abunden las sorpresas, los reencuentros, los abrazos, las miradas cómplices y los diálogos en carne viva.
Soy, en el fondo, tan simple, que me creo mis universos, que convivo con ellos de por vida desde que aparecen de la nada. Sus dudas, sorpresas y aventuras se hacen mías, como afluentes de aguas bravas de ese tranquilo río caudaloso, que me permiten escapar de vez en vez de lo tranquilo, para revolearme fuera de control, antes de volver a la dulce nicotina de lo de siempre.
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