El de sus miedos, sus ilusiones, sus historias de amor, sus mediocridades, todo el aprendizaje que le llevó a ser quien era, sus ganas de vivir, ¿dónde se va todo eso?
Este pasado lunes, a la salida de una tertulia literaria, uno de los ponentes me animó a tomar una cerveza. Me presentó a varios amigos, una de ellas iba con sus padres. Sentados en una mesa de la Alameda, con la noche recién caída, el padre de esta chica comenzó a contarnos una historia familiar. Cómo su familia en la posguerra se trasladó desde Cazalla a Sevilla a partir de un pálpito de su madre. Estaba contando una parte nuclear de su vida, pero todos habíamos quedado en pocos minutos para continuar la nuestra. El hombre enlazaba con fluidez su relato, que nos maravillaba, pero no dejábamos de mirar el reloj.
-Perdone, tenemos que irnos.
Yo, recién llegado al lugar de la cena donde estaba citado, me quedé con el runrún de ese hombre mayor y su historia de juventud sin terminar.
Esta tarde, a las cinco y media, tengo mi primera cita con un señor de ochenta y tantos años al que una ONG ha seleccionado, por su pasado, sus condiciones de vida y su soledad, para publicarle una historia de vida. Sé que se llama Antonio y vive por la calle San Luis. Poco más. Es mi responsabilidad escucharle, saber preguntarle, quedar las tardes que sean necesarias con él, para introducir su historia en una esfera de cristal, que no deje escapar los aromas, el tiempo necesario para convertirla en un relato en papel.
Sé que está ilusionado, como lo estaba ese hombre hablando de cómo un día su familia cogió todos sus bártulos y dejaron su vida fácil en Cazalla para jugarse el futuro en Sevilla. Ese futuro ya es casi pasado y no tuvimos tiempo para escucharlo.
¿Dónde se van tantas historias?
Quizás, ojalá, se integren en el subconsciente de la gente que las escucha.
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