Siempre me preocuparon los descolgados, una inquietud tambaleante entre la compasión y la admiración que me tenía confundido cuando era un chaval.
Tal vez porque yo era un descolgado. Mi adolescencia avanzaba por derroteros distintos a los de mis amigos, ¡los inseparables! Los que uno por entonces cree que van a ser para siempre.
A ellos no les gustaban los chicos, a ellos no se les había muerto la madre, a ellos no les veía yo comerse la cabeza por lo tremebundo que se me antojaba el vivir.
Entonces yo me iba agarrando a los raros, divisaba el horizonte cercano y, sin saber cómo, me asociaba a aquéllos que tenían problemas para integrarse, complejos físicos, familias desestructuradas.
Si yo era raro, tenía que estar con los raros.
Cuando quería ser normal me pasaba de rosca, me emborrachaba como una cuba, aceptaba todos los retos, me metía en todas las movidas, para demostrarle a ellos, es decir a mí, que yo era el más normal de los normales.
Pero los descolgados seguían ahí y yo los admiraba, por no ir en el rebaño. Y los compadecía, por no estar en el rebaño.
Tengo un imán, me dicen, para la gente complicada, a pesar de que gané la batalla, creo, que un día emprendí, sin saberlo, por dejar de ser un raro.
Con lo chulo que es ser diferente...
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