Estamos desentrenados para no escuchar más que el ruido de la calle desde la ventana.
En casa, cuando éramos pequeños, se producía un fenómeno mágico, una de cada mil noches, en la habitación de mis padres.
Por una rendija del ventanal se colaba una luz tenue que se proyectaba en el techo. Entonces se corría la voz entre los hermanos, apagábamos luces y nos tumbábamos junto a mi madre para ver las figuras diminutas de la gente, de los coches, de los árboles, proyectadas como en una película de súper 8 contra el muro.
Sólo se escuchaban nuestras risas y el silencio impaciente de la espera, hasta que llegaba un nuevo vecino atravesando la calle para verlo reflejado en una esquina de la habitación.
Ese silencio familiar de casa grande y oscura, de pararse todo, de escucharse nuestras respiraciones, de olernos. Tan raro.
En mi piso actual ese fenómeno no se produce. La luz se cuela, autista, sin regalarme figurillas.
Aunque hay noches en las que yo insisto en apagarlo todo, lámparas y sonidos, para dejar que entre ese rayo de luz blanca que me lleva al frío, placentero, de radiografiarme por dentro.
Sin ruidos, sólo yo conmigo, y el haz de luz, castrado de magia, a la búsqueda de superpoderes.
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