Me encantaba ir subido al carrito del Carrefour, o como quiera que se llamase por entonces.
Que mi madre se parase en la calle de las conservas y me dijese:
—Borete, busca los berberechos de tu padre.
Como un Indiana Jones pequeñillo de ciudad, yo iba a la caza de los berberechos, como si me cronometrasen para los Juegos Olímpicos.
Tal cual si fuera un perro al que le lanzaran una pelota, mi madre me ponía más retos. Los yogures que te gustan, el suavizante en bote grande, unos cepillos de dientes para tus hermanas, una bolsa con cuatro tomates bien rojos.
Yo corría por los pasillos y traía varias opciones entre las manos, para que ella decidiera qué suavizante, cuántos yogures o si podía cogerme unas palmeras de chocolate.
Sigo experimentando cierta melancolía cuando, cuarenta años después, voy con Fran llevando el carro del hipermercado. Él lleva todo organizado en el móvil, me va cantando la lista de la compra y a mí, de vez en cuando, se me produce un cosquilleo cerebral al pasar junto a los berberechos de mi padre.
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