Uno envejece en la cara de los amigos que no ve con frecuencia, en sus ritmos, en sus formas de apalancarse, en sus discursos apagados, en sus barrigas, sus canas, sus lamentos, en la manera de contar cómo éramos, en sus ganas de jubilarse, en sus penas por los hijos independizados.
Y es que uno no se ve envejecer con facilidad, porque se mira todos los días en un espejo que te dice cada mañana 'eres el mismo de siempre'. Como la lava del volcán, que parece que siempre está en el mismo sitio, que no avanza, pero que en cuanto te descuidas ha llegado al mar.
Yo me encuentro con gente a la que quiero, a las que veo de higos a brevas, y suspiro por que no perciban en mí lo que yo observo en ellos.
Es bueno sentir, aunque sea mentira, que los otros se estropean más, se vuelven más gruñones que tú y más desengañados de la vida. Convencerse de que uno va a mejor, que vive en plenitud, que gana con los años.
Creerse que uno está tocado por la varita mágica de la eterna juventud es una estrategia inmejorable para alinearse con el sol.
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