No sé qué es el insomnio.
Desde que tengo uso de razón he dormido como un angelito. Suelo coger una postura que ya no suelto en toda la noche para viajar por el espacio de la vida de mis sueños.
Hay veces, cuando he cerveceado antes de acostarme, en que me levanto para ir al baño poco antes de amanecer y luego, con la casa en silencio, la cabeza empieza a dar vueltas, guerrillera, buscando la actividad de un nuevo día.
Inventé un método para engañarla, utilizándola de cómplice para conseguirlo. Imaginé el sueño más dulce y la memoria lejana me llevó a nuestra vieja casa de la playa, a la hora tonta de antes de comer, los días en que yo me subía un poco antes, me duchaba y me tiraba en el sofá del gran salón-comedor. Entraba una brisa suave por la ventana abierta, por la que llegaban sonidos lejanos de los bañistas, que se confundían con los ruidos del cacharreo propio de las cocinas preparando la comida. En esa casa grande apenas estaba yo, en la inmensidad de ese sofá, desde el que diviso la mesa, enorme, porque todo es enorme cuando se vuela a la infancia, y el viejo televisor.
Ya estoy dormido. Feliz.
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