Entonces me contó que, desde hace años, un matrimonio que vive frente a él le acerca la comida a diario.
—Ésa es la cocina, Salvador —me dijo desde su silla de ruedas, mientras yo visitaba las habitaciones con su permiso.
Vi el plato de puchero sin terminar en el fregadero y no me atreví a preguntar si tenía algo en la nevera.
—Salvo la comida, yo puedo cuidar de mí —me explicó—. Incluso me ducho yo solo, ¿sabes? Pero no me ducho mucho, para que no se me caiga el pelo que me queda.
Los servicios sociales le envían una chica todos los días a su casa.
—Marina está aquí una hora y veinte. Ni un minuto más ni un minuto menos.
Para Antonio, el tiempo es un elemento constante en su discurso.
—¿Tú vas a venir dos horas cada semana, Salvador?
—Vendré las veces que sea necesario, Antonio, hasta que termine de escribir el relato de tu vida.
Ayer estuvimos de tanteo. Me puso a prueba con frases directas, para ver mi reacción. Se emocionó, me miró de reojo, me contó chistes verdes y recitó poemas.
—Otro día que vengas, te canto una copla.
Me explicó quién era cada cual entre las fotos de su casa.
—Ya todos están muertos.
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