La agarré por el brazo, esquelético, y ella se quitó la mascarilla, negra también.
Con la boca desdentada, empezó a gritarme en voz alta una retahíla en portugués a tal velocidad que no me enteré de nada. No podía respirar.
―Tranquila, señora.
Dudé cuál era la escena que estaba viviendo, pero saqué la cartera y le di un billete de diez euros. Ella me lo agradeció como si le hubiese dado un anillo de oro. Seguí escalera arriba, ella escalera abajo. Me asomé al llegar a lo alto del mirador y allá abajo estaba ella, aún lanzándome besos.
Los diez euros mejor empleados en todo mi viaje a Lisboa.
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