Hay veces en que la mejor forma de explicar un término es recurrir a lo opuesto, que no es sino lo zafio en este caso.
Tener buen gusto no tiene que ver con el nivel social, sino que es una actitud de vida.
Rehúyo de la gente malhablada, escandalosa, desastrada, de los chistes escatológicos, de los vasos de plástico, de quienes visitan la catedral de León en bañador, de los que se hurgan las orejas mientras te hablan, de quien se pasea con calcetines y chanclas, de quienes hablan a voz en grito por teléfono en el tren, de los que no saludan al recibirte en su establecimiento, de los que tosen y tosen en el teatro, de quienes necesitan dos carpas, cuatro mesas y dos equipos de radio para ir a primera línea de playa, de los que hablan con un palillo en la boca, de quienes no te miran a los ojos al hablar.
Recuerdo una visita a la bellísima ciudad japonesa de Nara. Todo era armonioso. Su gran templo de madera, los jardines de arena, el gran parque central, incluso los ciervos correteando en busca de comida.
Justo al entrar en el inmenso Todai-Ji, donde un Buda gigante te recibe entre fuertes olores a sándalo, me adelanta un turista americano, cámara en ristre y con una inmensa toalla por debajo el sombrero, quizás para contener el sudor de su cabeza de chorlito. No imagino imagen más ridícula.
Vas a visitar uno de los lugares más hermosos del mundo sin entender nada. Como tomarse una ostra metiendo las manazas en la concha y comiéndosela a bocados.
Tanto me impresionó esa falta de respeto, ese mal gusto, que se me ensucia el recuerdo de ese día maravilloso con ese turista mamarracho.
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