La muerte, cuando te toca muy de cerca, te paraliza.
Más aun si la persona a la que secuestró para siempre estaba loca por vivir.
Es una parálisis destructiva, que ataca los cimientos de tus energías para decirte, 'conmigo no puede nadie'. Me llevo lo más hermoso y me río de tu impotencia.
Ante eso me planteo que no tengo nada que decir que gane al silencio, nada que escribir que mejore al papel en blanco. Todo parece prescindible. Superfluo.
Pero cuando te encuentras en el lado seguro del puente y ves, impotente, que alguien querido se agarra con todas sus fuerzas desde el otro lado para no despeñarse en el precipicio, que tus manos no llegan a la punta de sus dedos para socorrerle, lo mínimo que puedes hacer, si esa persona acaba cayendo, es apreciar la suerte de estar allí donde tu amigo quería estar, en la zona segura, vallada, donde hace sol y te puedes reír por tonterías.
Si al perder a alguien te dejas llevar indefinidamente por el desconsuelo, estás despreciando la batalla de esa persona por sobrevivir. Le escupes a la cara sus esfuerzos. Le quitas valor a su dolor. Te haces cómplice de la muerte.
No sé qué sentido tiene la vida, nos pusieron aquí sin preguntarnos, pero sí sé que cuando la vemos en peligro somos jabatos en busca de la salvación.
Uno muere cuando muere, pero no muere la vida, los que te quieren, la ciudad que te vio crecer, el cielo azul, los niños, las carcajadas sonoras ni el café de media tarde.
Cuando alguien se va tenemos el reto de valorar el ansiado regalo que para siempre habría perdido esa persona de no ser porque nosotros lo disfrutamos en su nombre, ofreciéndole nuestros ojos, nuestra risa y nuestro corazón. Haciéndoles presente entre nosotros. Dándoles su espacio.
Vivir es, también, homenajear a los que, queriendo vivir, se fueron.
No hay comentarios:
Publicar un comentario