Así que la empecé cuando terminé la carrera, desfasado respecto al resto de reclutas, a los que sacaba cinco o seis años.
El día de mi cumpleaños, en plena instrucción, esperaba como un tortolito más en la fila para entrar al comedor del cuartel. A voz en grito señalaron que empezaba nuestro turno y el sargento que había a mi lado me soltó un palmetazo en la coronilla, sin venir a cuento, para que me diese prisa.
Ha sido el momento en que más cerca he estado de perder los papeles y devolver el guantazo.
Si yo recuerdo como el momento de mayor vejación personal en mi vida ese tortazo de una persona que se servía de su jerarquía para hacer de las suyas, no quiero imaginar lo que podrá sentir una mujer a la que, contra su voluntad, un hombre la somete, la reduce y la viola.
No hay posible perdón con quien abusa de su fuerza para someter a otra persona.
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