En mi huida particular del mundo, esta mañana he disfrutado de la casa de Saramago en Lanzarote.
Tal vez la tristeza con tristeza se limpia, al menos a mí me ha reconfortado pasear por sus habitaciones en una visita reducida guiada con exquisita sensibilidad en la que se nos explicaba el día a día del Nobel portugués en su despacho, una austera mesa de pino con las patas mordisqueadas por sus perros, en un salón con vistas al mar lleno de pinturas relacionadas con sus novelas, la entrada con su alfombra de piedra volcánica, la cocina donde compartió almuerzo con escritores, cineastas, filósofos y presidentes.
Me daba miedo hacer esta visita por temor a que hubieran comercializado su figura, lo que pude descartar en cuanto vi a Pilar, su mujer, como una más entre los trabajadores de la Fundación.
En un momento dado el guía me pidió si podía leer en voz alta un texto. A mí, emoción en carne viva estos días, me tembló la voz al leerlo y se me humedecieron los ojos.
'Cómo se emociona este hombre con Saramago', pensarían el resto de visitantes.
Sí. Uno se emociona con lo bello. Se emociona con la emoción si tiene las puertas abiertas.
Paseamos por su jardín de tierra volcánica, por sus olivos traídos de Portugal. Agarramos la silla donde él se sentaba cada tarde viendo el mar para componer cada una de sus novelas.
Saramago decía que 'todos seremos mejores si vamos de la mano del niño que fuimos'.
Yo me agarro, más que nunca, a ese niño que fui.
No hay comentarios:
Publicar un comentario