—Quizás demasiada edad —me dijo.
Desde los Recursos Humanos de mi empresa, se me habían propuesto una serie de entrevistas con altos cargos para comprobar mi potencial con la vista puesta en alguna promoción profesional.
Ésta era el último de los encuentros. El ejecutivo, de trato amable, incluso campechano, dio un repaso a su vida en voz alta, quiso narrarme su proceso personal hasta llegar al alto puesto que ocupaba, con miles de personas a su cargo; la importancia de los síes y de los noes, los errores al no aclarar condiciones antes de aceptar determinados puestos, la satisfacción de los proyectos bien acabados y, lo que me dejó realmente marcado, el apabullamiento de la presión.
—Llegó un momento —me decía— en que empecé a sentirme como un hámster en una rueda, corriendo en un circuito sin fin, creyendo llegar al queso. Llevo diez años en esa rueda, que cada vez gira más rápido y de la que no sé cómo escapar.
Agradecí enormemente su sinceridad.
—¿Eres feliz con lo conseguido? —le pregunté, con la esperanza de obtener, al menos, una reflexión sobre la satisfacción de haber llegado tan lejos, un atisbo de autocomplacencia.
Su expresión irónica como toda respuesta, seguro que algo teatral, fue la propia de un hámster atrapado en su carrusel.
Me acercó en su coche a la Plaza Mayor de Valladolid, cerca de mi hotel. Yo quedé allí, en medio de la plaza, planchado, perdido, desubicado.
¿Ése era el precio a pagar?
Siempre he querido ser impecable en mi trabajo, tanto como claro he tenido que no iba a convertirme nunca en un mercenario que pusiera a la empresa por encima de la familia y el bienestar personal, ni por ganar estatus ni por hacer más dinero, porque el día en que te jubilas, si llegas, el precipicio es insoportable.
Y el queso, desapareció. Ya hay otro hámster detrás de él.
No hay comentarios:
Publicar un comentario