De pronto, alguien se metió en mi sitio, tomó el teléfono, lo descolgó y lo colgó.
Aunque pueda sonar infantil, lo recuerdo como una de las mayores agresiones a mi intimidad.
Ni siquiera se dignó a decir nada. Al señor le molestaba el sonido de la llamada y se permitió actuar así.
La rabia que me entró por dentro no la supe administrar bien y me la tragué, aunque más de una vez me entraron ganas de hacer lo mismo con él. Esperar a que sonara su teléfono, meterme en su despacho, cogerlo y colgarlo.
En esas situaciones, o se actúa en el momento o ya no hay nada que hacer. Ese compañero, amargado y amargante, se jubiló al poco tiempo. No le dirigí desde entonces la palabra. Ni un bonjour, ni un bonsoir. Ante él me sentía un animal herido.
Ahora, con veinte años más, tengo todo un arsenal de recursos para afrontar, con elegancia, una situación igual. Pero quizás, en el día de hoy, nadie se permitiría hacerme algo así.
Son los demonios en la tierra, que creemos inútiles, los que nos hacen aprender.
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