Soy hombre de perfumes.
Afortunadamente mi nariz grande no sirve solo para tener una cara incómoda, sino que tengo la suerte de apreciar aromas y distinguirlos con facilidad.
Desde que tuve criterio propio para elegir mi ropa, decidí los olores que me acompañarían. Tanto así que hay marcas concretas que me llevan a períodos muy definidos de mi pasado.
Un día que llegué a nuestra casa del Algarve sin mi neceser en la maleta, tomé prestado el bote de Don Algodón de mi suegro. Un perfume básico, potente, nada sutil. De eso hará 20 años.
Desde entonces, cada vez que llegó al país vecino me echo unas gotas en el cogote de ese botecito azul que nunca se acaba.
Entonces Fran se ríe cuando me abraza.
—Hueles a Portugal.
Ya no quiero romper el mito.
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