La semana pasada cenaba en Sevilla con dos compañeros turcos a los que aprecio de corazón. Siempre se acuerdan de mí.
La conversación derivó en las ramas religiosas de las que provienen sus familias: la suní, de quien se considera ateo, y la aleví, de quien defiende su fe.
Esta última me explicaba que esa corriente religiosa es la más aperturista dentro del amplio espectro musulmán. Que prioriza el pensamiento libre y la conexión íntima con lo sagrado.
Ella me miraba para darme pie a que yo le hablara de mi religión.
—Yo no tengo ninguna —le confesé, con la paz que proporciona saber que hay muchas formas de creer, incluso cuando no se cree.
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