—Odio a esa mujer —me decía sin pelos en la lengua una compañera de trabajo.
Le pedí que me argumentara ese sentimiento, y su respuesta estaba construida con todos los motivos sólidos que surgen cuando una organización consiente anidar entre sus miembros a personas indeseables.
—Son meses que llevo solicitándole ayuda para un tema de su perímetro y ni siquiera se digna a responderme. Cuando le hablo por los pasillos, me ignora.
—¿Quieres que interceda? —le ofrecí.
Entonces me explicó que, tras decenas de correos sin respuesta, le escribió con copia a su jefe.
—En menos de diez segundos recibí una respuesta amable de su parte. ¿No es triste, Salva?
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