El primero que llegó, Matías, era alemán. Un tiarraco simpático con el que era muy fácil convivir.
Yo le corregía su español básico sin agobiarlo y en pequeñas dosis, pero había expresiones tan simpáticas que prefería no decir nada.
Cómo veía que yo saludaba con un "buenas" cuando llegaba a casa, él decidió reducir a un "hasta" el "hasta luego" de despedida.
Ahora tengo en mi equipo a un César, un joven ingeniero brasileño que habla un español casi perfecto, pero que tras cada reunión semanal, me dice adiós con un:
—¡Hasta, Salva!
—¡Hasta, César!
Sigue presente la sombra de Matías, en esa tierna época de mi vida en que me estaba haciendo un hombre.
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