La llegada del euro coincidió con mi traslado a Francia.
De la máquina del café de Rueil-Malmaison, donde trabajaba, recogía las monedas con espíritu de coleccionista. Comentaba con mis compañeros de qué país era cada una de ellas y monté con espíritu infantil, en mi casa parisina, una estantería donde las coleccionaba.
—Me falta la de dos céntimos de Malta y la de 2 euros de Luxemburgo —les decía, entre miradas de no entender de dónde había salido ese españolito tan entusiasta.
Lo hacía con los pulmones abiertos por lo mucho que suponía para mí avanzar en paralelo con Europa en esa operación de abrir fronteras, de compartir espacios, de internacionalizar soluciones.
Me hizo sentirme mucho menos extranjero en Francia.
Hoy se defiende por todo el continente el éxito que ha supuesto estar unidos. Ochenta años sin guerras dentro de la Comunidad Europea, el mayor período de paz de nuestra historia.
Una unión voluntaria de países que, con todos sus defectos, defienden derechos y valores comunes.
No somos conscientes de que vivimos en el mejor de los mundos posibles. No debemos permitir que los agoreros nos lleven de nuevo al tiempo de las cavernas.
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