—Yo dejo los wasaps sin responder el tiempo que haga falta —me decía el otro día un conocido, mientras me mostraba el listado de los mensajes que andaban pululando desde hacía días por su teléfono.
Lo decía con un cierto aire de suficiencia y, ante mis preguntas, lo remataba hablando de lo cansado que estaba de lo informal que es la gente a la hora de dar respuesta a los mensajes.
Entendiendo que nuestra libertad está por encima de obligaciones que no lo son, siendo consciente de lo difícil que es desprenderse de toda esa tecnología que nos acorrala, yo soy partidario de no cambiar mis hábitos por reflejo de lo mal o bien que lo hagan los demás.
Puedo tardar en enviar un wasap de vuelta por estar trabajando, cenando o durmiendo una siesta, incluso por despiste, pero no de forma premeditada para mostrar ser más o menos adicto al móvil.
Cuando alguien querido me escribe, hago lo posible por reaccionar en cuanto puedo, por una cuestión de cariño, de respeto.
Otra cosa son los grupos, que crecen como setas, y de los que trato de escaparme en cuanto puedo.
Pero si eres tú y me escribes a mí, haré por atenderte como mereces.
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