Empujado por mi madre, que observaba en mí a un niño demasiado metido para dentro, un día de primavera, a los trece años, me planté en el círculo de Labradores para conocer a quienes serían mis amigos durante muchas temporadas.
Pasaba de un ambiente masculinizado, católico y cerrado a un escenario abierto al aire, liberal y donde se podía tratar con chicas.
Estaba, sobre todo, Anchoa, el entrenador, que me recibió, supongo, con consignas claras por parte de mi familia acerca de cuáles eran mis circunstancias. Yo, enclenque, tímido, despistado, siempre fui tratado por él con un profundo respeto.
La vida explosionó para mí a los dieciocho años, dejé el remo y toda una adolescencia de entrenamientos diarios. Siempre mantuve, a pesar de la distancia, el contacto con Anchoa.
Hasta que, hace unos años, una enfermedad cabrona se lo llevó.
Anoche soñaba mis historias, entre amigos, entre risas, en esos sueños míos surrealistas en los que tan bien me lo paso. Buscábamos el hueco de una barra para tomar algo cuando, de pronto, apareció Anchoa, sentado en un taburete.
Me tiré de bruces encima y me abrazó con esa energía que solo tenía él.
Me apretó tanto que me desperté.
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