Pese a lo poco clerical que soy, cuando pienso en el bachillerato recuerdo al cura que nos enseñaba Filosofía. No impartía la asignatura, la enseñaba.
No podría escribir una lista del resto de profesores, sí recuerdo en cambio su semblante serio, la ironía seca, el pelo a medio teñir y su impaciencia con los perezosos.
—Sé que tu madre está mal —me dijo una mañana, tras sacarme al pasillo entre clase y clase, un aliento impagable para un chaval perdido que tenía en él un referente de poderío humanista—. Sé fuerte, Salvador.
Con él no hacía falta abrir el libro, casi ni tomar apuntes. Bastaba con escucharlo.
La Filosofía, la madre de todas las sabidurías, la ciencia que tiene su fortaleza en las preguntas, la única rama del conocimiento que no tiene respuestas.
Fue quizás desde entonces que establecí una distinción entre las personas que se interesan por el fondo del corazón.
No hay mente brillante que me subyugue si no arrastra tras de sí una preocupación sincera por el alma humana.
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