—Es un almacén automático único en Sevilla —decía el joven empresario, mientras pulsaba un botón y todo un enorme engranaje iba a seleccionar el calzado de tu talla—. Tuvimos que hacer una obra compleja para adaptarlo a este local antiguo.
Instalada en una de las zonas más alternativas de la ciudad, a mí me provocaba una sensación mezcla de admiración y ternura por cómo hablaba de su proyecto.
Siempre que pasaba por allí, me asomaba por el escaparate a ver funcionar el invento buscazapatos.
La otra noche iba con prisas, llovía. Había quedado con mi amigo Guillaume, recién aterrizado de París, y pasé justo por la puerta de la zapatería, totalmente desmantelada. Frené en seco, pegué mi frente al cristal y confirmé que una nueva ilusión se desvanecía.
Qué rabia dan los sueños rotos.
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